Debemos aprovechar nuestras faltas para aumentar nuestra confianza en la misericordia de Dios. Parte 3

Publicado el 08/13/2022

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Nuestras miserias y debilidades, por grandes que sean, no deben desalentarnos, pero sí nos deben humillar y hacer que nos arrojemos en brazos de la divina misericordia, la cual será tanto más glorificada en nosotros, cuanto mayores sean esas miserias nuestras, si sabemos levantarnos, cosa que debemos esperar con la gracia de nuestro Señor.

José Tissot

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Hemos visto lo que nos dicen la Teología y los Santos acerca de la confianza en la divina misericordia, que deben inspirarnos nuestras faltas. Dejemos que ahora nos hable San Francisco de Sales:

Me preguntáis, queridas hijas mías, si un alma que tiene conocimiento de su miseria puede ir a Dios con gran confianza. A esto os contesto que no solamente el alma que tiene conocimiento de su miseria puede tener gran confianza en Dios, sino que no puede tener verdadera confianza, si no tiene conocimiento de su miseria; porque este conocimiento y confesión de nuestra nada nos acerca mucho a Dios. Por eso todos los grandes Santos, como Job, David y otros, comenzaban sus oraciones por la confesión de su miseria y de su dignidad; es una excelente cosa reconocerse pobre, vil y miserable,indigno de comparecer ante la presencia de Dios.

Esa frase célebre entre los antiguos: Conócete a ti mismo, aunque se refiera al conocimiento de la grandeza y excelencia del alma, para no envilecerla ni profanarla con cosas indignas de su nobleza, se entiende del conocimiento de nuestra indignidad, imperfección y miseria; cuanto más miserables reconozcamos que somos, tanto más confiaremos en la bondad y misericordia de Dios, que la una no puede ejercerse sin la otra. Si Dios no hubiese creado al hombre, hubiera sido, no obstante, verdaderamente bueno, pero no hubiese sido actualmente misericordioso, por cuanto la misericordia no se ejerce sino con los miserables.

Ya veis que, cuanto más miserables nos reconozcamos, más motivos tendremos para confiar en Dios, pues nada tenemos de nuestra parte para confiar en nosotros mismos. La desconfianza propia proviene del conocimiento de nuestras imperfecciones. Bueno es que desconfiemos de nosotros, pero ¿de qué nos serviría, si no pusiésemos toda nuestra confianza en Dios y no esperásemos en su misericordia?

Santa Catalina de Siena

Las faltas y las infidelidades en que todos los días caemos deben causarnos vergüenza y confusión, cuando queremos acercarnos a nuestro Señor; así, leemos que ha habido grandes almas, como Santa Catalina de Siena y Santa Teresa de Jesús, que cuando caían en una falta sentían estas grandes confusiones, porque es razonable que habiendo ofendido a Dios, nos retiremos por humildad y permanezcamos confusos, como nos acontece cuando ofendemos a un amigo, que sentimos vergüenza de acercarnos a él. Pero no hay que estancarse aquí, porque estas virtudes de la humildad, de la confusión y del desprecio de sí son medios para subir hasta la unión con Dios.

No sería gran cosa anonadarse y desprenderse de uno mismo (cosa que se hace por medio de los actos de confusión), si no se hiciese para entregarse del todo a Dios, como nos enseña San Pablo cuando nos dice: Despojaos del hombre viejo y revestíos del nuevo (Col. 3, 910). Este pequeño retroceso no tiene más objeto que abandonarse mejor en Dios por un acto de amor y de confianza.

Para concluir este primer punto, resumiré: es muy bueno sentir confusión, cuando tenemos el conocimiento y el sentimiento de nuestra miseria y de nuestra imperfección, pero no hay que detenerse aquí, ni caer en el desaliento, sino levantar el corazón a Dios con una santa confianza, cuyo fundamento debe estar en El, no en nosotros; si nosotros cambiamos, El no cambia jamás y sigue siendo siempre tan bueno y misericordioso, igual cuando somos débiles e imperfectos que cuando somos fuertes y perfectos.

Acostumbro a decir que el trono de la misericordia de Dios es nuestra miseria. Así pues, cuanto mayor sea nuestra miseria, más grande debe ser nuestra confianza.

«No tenéis motivo para dudar de que Dios os mira con amor, porque trata con amor a los más grandes pecadores del mundo, por muy poco que sea el deseo que tienen de convertirse, con tal que ese deseo sea verdadero. ¡Es un Corazón tan dulce, tan manso, tan condescendiente, tan amante de las criaturas miserables, si reconocen su miseria, es tan benigno con los pequeños, tan bondadoso con los penitentes! ¿Quién podrá no amar a este Corazón de padre que siente un cariño de madre hacia nosotros?»

No deben agradarnos nuestras imperfecciones, y debemos decir con el Apóstol: ¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? (Rom 7, 24), pero tampoco deben admirarnos ni desalentarnos; debemos sacar de ellas sumisión, humildad, desconfianza de nuestras propias fuerzas, no desánimo, ni aflicción de corazón, ni mucho menos desconfianza en el amor de Dios hacia nosotros. Dios no ama nuestras imperfecciones ni nuestros pecados veniales, pero nos ama a pesar de ellos. Igual que la debilidad y enfermedad de un hijo desagradan a su madre, pero, a pesar de ellas, no deja de amarle, y lo ama con ternura y compasión, así también, aunque Dios no ama nuestras imperfecciones y pecados veniales, no deja por eso de amarnos tiernamente.

Tuvo razón David para decir a nuestro Señor: Ten misericordia, Señor, porque estoy enfermo (Sal. 6, 3).

Entre los mendigos, se tienen como os mejores y más aptos para conseguir limosna aquellos que son más miserables y cuyas llagas son más grandes y horribles. Nosotros somos también mendigos; los más miserables son de mejor condición: la misericordia de Dios los mira con más afecto.

«Humillémonos, os lo ruego, y no pregonemos más que nuestras llagas y miserias a la puerta del templo de la piedad divina; pero hacedlo con alegría, sintiendo el consuelo de ser pobre y viuda, para que el Señor venga a establecer su reino en vuestro corazón»

«La exhortación más persuasiva que nos hacen los mendigos es exponer a nuestra vista sus úlceras y sus necesidades».

«En cuanto a la absolución, que me pedís de vuestros pecados de tantos años, debéis saber, hija mía muy querida, que Dios por su bondad los ha borrado desde el instante en que quisisteis darle vuestro corazón, con la determinación que su inspiración os hizo tomar de no vivir más que para El. Sin embargo, podéis repetir con gran provecho la súplica de aquel penitente que decía: Señor, lávame todavía más de mi iniquidad, y límpiame de mi pecado (Sal. 50, 4), con tal de que sea con verdadera y sencilla confianza en su soberana bondad, y os aseguro que no os faltará su misericordia».

«Levantad con frecuencia vuestro corazón con santa confianza, mezclada de profunda humildad, hacia el Redentor, como diciéndole: soy miserable, Señor; tomad mis miserias en el seno de vuestra misericordia, y me llevaréis con vuestra paternal mano hasta el gozo de vuestra herencia; soy ruin y miserable, pero me acogeréis en el día de mi muerte, porque esperé en Vos, y he deseado ser vuestra».

«No os desaniméis; os pido por nuestro común amor, que es Jesucristo, que viváis completamente tranquila en medio de vuestras flaquezas. Me gloriaré de mis flaquezas—dice San Pablo—, para que el poder de Cristo me sostenga (2 Cor. 12, 9). Si., porque nuestra miseria sirve de trono para hacer que brille la bondad soberana de nuestro Señor».

«Querida hija mía, tened paz; no os inquietéis con vuestras imperfecciones, sino tened los ojos puestos en la infinita bondad de Aquel que, para conservarnos en la humildad, nos deja que vivamos en nuestras enfermedades. Poned toda vuestra confianza en su bondad y tendrá tanto cuidado de vuestra alma y de todo lo que a ella se refiere, que no os lo podríais imaginar nunca.»

Y si no habéis correspondido bien hasta ahora, hay buen remedio correspondiendo bien en adelante. Vuestras miserias y flaquezas no os deben asombrar; Dios ha visto otras muchas, y su misericordia no rechaza a os miserables, sino que se ejercita en hacerles bien, sabiendo sacar de su mezquindad motivos para su gloria».

Pintura original de Nuestro Señor de la Divina Misericordia mandado a pintar por Santa Faustina pocos años después de las apariciones. Vilna, Lituania

«Nuestras miserias y flaquezas, por grandes que sean, no deben desalentarnos, pero sí nos deben humillar y hacer que nos arrojemos en brazos de la divina misericordia, la cual será tanto más glorificada en nosotros, cuanto mayores sean esas miserias nuestras, si sabemos levantarnos, cosa que debemos esperar con la gracia de nuestro Señor».

Tomado del libro El arte de aprovechar nuestras faltas, Parte II, Capítulo IV; n°1-2

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