Debemos aprovechar nuestras faltas para aumentar nuestra confianza en la misericordia de Dios. Parte 4

Publicado el 08/14/2022

Aunque el hijo pródigo volvió harapiento, lleno de suciedad y hediondo por haber estado entre cerdos, su padre, sin embargo, lo abraza, lo besa amorosamente y llora sobre su hombro; porque era padre, y el corazón de los padres es tierno para el corazón de los hijos

José Tissot

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San Francisco de Sales quería que las personas encargadas de la dirección de las almas cuidasen especialmente de levantar el ánimo y estimular la confianza.

Madre Angélica Arnaud

Por eso escribía a una Superiora, que llegó a ser tristemente célebre, a propósito de una joven que él le había confiado: «Sois un poco demasiado severa con esa pobre joven. No hay necesidad de reprenderla tanto, pues tiene buenos deseos. Decidle que por mucho que tropiece no se asombre ni se impaciente consigo misma; que vuelva su mirada hacia nuestro Señor, que desde el Cielo la ve como un padre a una hija que, todavía débil, está empezando a dar los primeros pasos, y le dice: «Despacio, hija mía». Y si cae la anima: «Te has caído, pero no importa, no lores», se acerca y le tiende la mano. Si esa joven es una niña en humildad, y sabe que es una niña, no se asombrará de caer y no caerá de tan alto»[1].

El bondadoso Doctor daba instrucciones semejantes, y más concretas todavía, a los confesores. Después de recordarles que los penitentes les llaman con el nombre de «padre» y que deben tener un «corazón paternal, recibiéndolos con el máximo amor, a pesar de sus defectos», añade: «Aunque el hijo pródigo volvió harapiento, lleno de suciedad y hediondo por haber estado entre cerdos, su padre, sin embargo, lo abraza, lo besa amorosamente y llora sobre su hombro; porque era padre, y el corazón de los padres es tierno para el corazón de los hijos.»

San Francisco de Sales indica también la manera de recibir a un penitente propenso al desaliento y a la desesperación: «Si le veis temeroso, abatido y con desconfianza de obtener el perdón de sus pecados, animadlo, haciéndole ver el gran contento que Dios tiene con la penitencia de los grandes pecadores; que cuanto mayor es nuestra miseria, más glorificada es la misericordia de Dios; que nuestro Señor pidió a su Eterno Padre por aquellos que o estaban crucificando, para hacernos saber que, aunque le hubiésemos crucificado con nuestras propias manos, nos perdonaría con mucha liberalidad; que Dios tiene en tanta estima la penitencia, que la más pequeña del mundo, si es verdadera, hace que se olvide de toda clase de pecados, de manera que, si los condenados y los mismos demonios la pudieran tener, todos sus pecados les serían perdonados; que os mayores Santos hansido grandes pecadores: San Pedro, San Mateo, Santa María Magdalena, David, etc.; y en fin, que el mayor agravio que puede hacerse a la bondad de Dios y a la muerte y pasión de Jesucristo, es no tener confianza de obtener el perdón de nuestras iniquidades; y que la remisión de os pecados es un artículo de nuestra fe, con el fin de que no dudemos de obtenerla, cuando recurrimos al sacramento que nuestro Señor ha instituido para este efecto»[2]

San Francisco de Sales

Es sabido con qué perfección San Francisco de Sales practicaba esta mansedumbre con sus penitentes. Penetrado de estos sentimientos, los llevaba él mismo a la práctica; sus contemporáneos y sus confidentes nos lo atestiguan: «Yo le oí muchas veces alabar la inclinación que tenía Santa Teresa a leer vidas de los santos que habían sido grandes pecadores, porque en ellas veía resplandecer la grandeza de la divina misericordia por encima de la grandeza de sus propias miserias.»

El Santo escribía a Santa Juana Francisca de Chantal: «No sé cómo estoy hecho: por más que me siento miserable, no me perturbo; e incluso muchas veces me alegro de serlo, pensando que soy una buena carga para la misericordia de Dios.»

Por último, el P. La Riviére dice, hablando del santo obispo: «No es posible expresar el dolor amoroso que sentía con cada falta, acompañado de un temor filial, de un sentimiento agridulce, de un abandono absoluto, y de una esperanza grande en la incomprensible bondad de Dios.

Esta excelente persona había sido instruido por el Espíritu Santo, desde su más tierna juventud, a mirar a Dios, aunque caía en imperfecciones, como a un Padre soberanamente amable y benigno, que destruye hasta la última de esas imperfecciones, cuando se tiene arrepentimiento, que las anega en el océano de su misericordia, y que las consume con el fuego de su infinita caridad. De esto resultaba que, si alguna vez tropezaba ligeramente y quebrantaba sus buenos propósitos, se reponía sin desalentarse ni impacientarse, dirigiendo una mirada a nuestro benigno Salvador con absoluta confianza»[3].

Tomado del libro El arte de aprovechar nuestras faltas, Parte II, Capítulo IV; n°1-2

Notas

[1] Carta a la Madre Angélica Arnaud, 534

[2] Consejos a los confesores, art. 2, § 3.

[3] Vida del Bienaventurado Francisco de Sales, lib. IT, cap. 9.

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