Debemos aprovechar nuestras faltas para humillarnos por el conocimiento de nuestra miseria. Parte 2

Publicado el 06/14/2022

Cuanto más semejante es un enfermo a otro y un hambriento a otro hambriento, más profundamente se compadecen de su mal. Solamente conociéndonos a nosotros mismos podremos encontrar el alma del prójimo en la nuestra y saber cómo podemos prestarle ayuda.

José Tissot

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Señalemos bien que la doctrina de nuestro Santo, como la de otros Doctores, no se refiere solamente a las faltas leves. San Isidoro y Santo Tomás afirman que, a veces, para castigar la soberbia, Dios permite caídas groseras en pecados vergonzosos. Estos pecados, dicen ambos Doctores, son menos graves que la soberbia, y la misericordia divina se sirve de ellos para espantar, despertar y reducir al alma orgullosa, ut per hanc humiliatus a contusione exurgat — para que humillada con esto, se levante de su confusión.

De la misma manera que un hábil médico—añade—con el fin de curar una enfermedad más grave, permite en un enfermo los accesos de un mal más doloroso tal vez, pero menos peligroso. Luis Veuillot ha escrito acertadamente a este propósito: “Es una gracia concedida a la miseria del hombre el tener algún desliz, cuando los pasos firmes y seguros debían llevarlo a las funestas cimas del orgullo.”

San Juan Crisóstomo, obispo de Constantinopla

San Juan Crisóstomo hace reflexiones análogas: “Algunas veces Dios permite que los pecados de almas nobles y grandes sean conocidos. Se iban insinuando en ellas intenciones de vanidad. El Señor, por medio de esas faltas, quiere despojarlas de la gloria mundana por la cual arrostraron toda clase de peligros, y al mostrarles que es efímera como consideren como el único fin de todas sus acciones”.

Y este santo Obispo de Constantinopla, después de citar ilustres penitentes que se llenaban de contrición al meditar os beneficios de Dios, y al recordar sus propias imperfecciones, añade: “Para nosotros, estos remedios son insuficientes. Para triunfar sobre nuestra soberbia, es necesario otra fuerza. ¿Cuál? La multitud de nuestros pecados, y la perversidad de nuestra conciencia, que después de habernos hundido en mil torpezas, todavía se atreve a hincharnos de soberbia”

Este mismo lenguaje es el de muchos Padres de la Iglesia. San Agustín dice resueltamente: “Dios mira con más agrado acciones malas a las que acompaña la humildad, que obras buenas inficionadas de soberbia”.

San Optato de Milevi: “más valen los pecados con humildad, que la inocencia son soberbia”.

San Gregorio de Nicea afirma lo siguiente: “un carro lleno de buenas obras, guiado por la soberbia, conduce al infierno; un carro lleno de pecados, guiado por la humildad, lleva al Paraíso”.

San Gregorio el Grande: “Sucede muchas veces que quien se ve cubierto de manchas delante de Dios está, sin embargo, ricamente engalanado con el vestido de una profunda humildad.”

San Bernardo de Claraval

San Bernardo termina así una magnífica apología de la virginidad y la humildad: “Para marchar sobre las huellas del Cordero, el pecador que toma los senderos de la humildad lleva un camino más seguro, que aquel que siendo virgen sigue las vías de la soberbia; porque la humildad del primero le purificará de sus manchas, mientras que la soberbia del segundo no puede menos que manchar su pureza”.

El mismo Doctor dice en otra parte, interpretando un versículo del Salmo 24: es el Señor justo y bondadoso quien ha dado una ley a los que desfallecen en el camino. Estos son os que se alejan de la verdad. Pero Dios no os abandona;les ofrece el camino de la humildad que debe conducirlos al conocimiento de la verdad”

Perdonen estas numerosas citas. Pero el asunto es tan importante y a la vez tan delicado, que necesitamos apoyarnos en grandes autoridades.

Santo Tomás de Aquino

No encontraremos ni sombra de exageración en estos textos, si meditamos con seriedad la tesis admirablemente demostrada en la Suma de Santo Tomás: la soberbia es, por su naturaleza—secundum genus suum—, el peor de todos los pecados, más grave que la infidelidad, la desesperación, el homicidio, la lujuria, etc.” La razón de ello está, continúa Santo Tomás, es su apartamiento de Dios.

En los otros pecados, el hombre se aleja de Dios, por ignorancia, por flaqueza o por el deseo de un bien cualquiera: Pero la soberbia le aparta de Dios únicamente porque no quiere someterse a El ni a su Ley. Por eso—dice Boecio—, mientras todos los vicios huyen de Dios, sólo la soberbia le hace frente. De ahí las palabras de Santiago: Dios resiste a los soberbios (Sal. 4).

La aversión a Dios y a sus mandamientos, que en os otros pecados viene como consecuencia, está en la misma naturaleza de la soberbia, cuyo acto propio es el desprecio de Dios. Y como lo que subsiste por sí mismo es superior a lo que existe en virtud de otra cosa, de ello se sigue que la soberbia es por su naturaleza el más grave de todos los pecados, porque los supera a todos en aversión a Dios, que es lo que constituye su malicia formal.

Si no podemos adquirir muchas virtudes —decía Santa Juana Francisca de Chantal—, tengamos por lo menos la humildad.” Sobre esta ausencia de virtudes sinceramente reconocida, es decir, sobre la verdadera noción que las propias faltas nos dan de nuestra pobreza espiritual y de nuestra nada, es precisamente sobre lo que podemos asentar la virtud madre de todas las demás.

¿Cómo no exclamar ¡Benditas imperfecciones que nos hacen reconocer nuestra miseria y nos ejercitan en la humildad! ¿¡Cómo no aplicar el felix culpa! —¡Oh feliz culpa!, a cada una de nuestras caídas?»

Una Religiosa de la Visitación escribía: “¿No os alegraríais de una inundación, deplorando a la vez los desastres que ha causado, si os hubiese traído magníficas piedras para cimentar un palacio que vais a edificar?” Pues bien, la humildad es llamada cimiento del edificio espiritual, porque Dios, a quien únicamente corresponde edificar, como dice el Profeta (Sal. 126, 1), no edificará jamás si no es en el gran hoyo que hayamos ahondado con el verdadero conocimiento de nosotros mismos.”.

Y no hay nada como nuestras faltas para producir ese saludable conocimiento, y abrir ese hoyo tan profundo. Ellas van desligando pieza por pieza todo el andamiaje imaginario de nuestras propias fuerzas, y no tardamos en vernos en el abismo de nuestra nada, únicamente sostenidos por la misericordia divina.

Es éste un precioso descubrimiento. Y Dios lo esperaba: ve la humildad de su siervo, y tanto como resiste a los soberbios, da su gracia a los humildes.

Esta gracia que, al decir de San Agustín, corre por los valles más profundos, nos inunda en proporción de nuestro abajamiento, y arroja en el fondo de nuestra nada reconocida, la semilla de una verdadera santidad, al abrigo ya de los asaltos de la soberbia.

Cuanto más me levante Dios, aunque fuese hasta el Tercer Cielo, como a San Pablo, más también, imitando a este Apóstol, buscaré en la memoria de mis antiguas infidelidades un contrapeso a los favores celestiales, que me mantendrá en un justo desprecio de mí mismo. De esta manera seguiré el consejo del Espíritu Santo: en los días felices no pierdas el recuerdo de los días malos (Ecl. 11, 27).

El agradecimiento a Dios. Este es otro fruto que la vista de nuestras faltas debe producir y hacer germinar. La humildad es esencialmente verdad, y a la vez que nos descubre la nada de la que hemos sido sacados, pone de manifiesto el bien que en nosotros «procede de Dios como de su primera causa.

Mientras más ilumina la bajeza de nuestra alma, más hace resplandecer ante nuestra vista, con un contraste que nos confunde, la grandeza y la multitud de los beneficios divinos, y por consiguiente nos facilita también más la gratitud hacia el Autor de todo don perfecto (Sal. 1, 17). No es éste uno de los menores provechos que hemos de sacar de nuestras faltas. La ingratitud, hija de la soberbia, es un pecado general que se extiende sobre todos los demás, y los hace infinitamente más enormes.

Es como un viento abrasador que agosta las fuentes de la gracia. Este vicio de ningún modo puede ser combatido más victoriosamente que comparando nuestras infidelidades con las inagotables misericordias de un Dios infinitamente bueno.

Verdaderamente que nada puede humillarnos tanto como la multitud de los beneficios del Señor, al contemplar su misericordia; y la multitud de nuestras maldades, al considerar su justicia. Miremos lo que Dios ha hecho con nosotros y o que nosotros hemos hecho contra Dios: consideremos al por menor nuestros pecados, consideremos también al por menor sus gracias; y no tengamos miedo de que el conocimiento de los dones con que nos ha dotado pueda engreírnos y llenarnos de vanidad, si tenemos presente esta verdad: lo que hay bueno en nosotros no es nuestro. ¿Dejan acaso de ser pobres bestias los mulos porque vayan cargados con las preciosas alhajas de un príncipe?

¿Qué tenemos nosotros bueno que no hayamos recibido?. Y si lo hemos recibido, ¿por qué nos vamos a ensoberbecer? Por el contrario, la consideración de las gracias recibidas nos humilla, porque el conocimiento engendra reconocimiento. Pero si, al mirar las gracias que Dios nos ha hecho, sentimos algún tanto la tentación de vanidad, el remedio infalible es recurrir a la consideración de nuestras ingratitudes, imperfecciones y miserias; pues si consideramos lo que hemos hecho cuando Dios no ha estado con nosotros, conoceremos claramente que lo que hacemos cuando está con nosotros no es de nuestro caudal ni de nuestra cosecha; y aunque verdaderamente nos gocemos y regocijemos por los bienes que hay en nosotros, a Dios sólo como autor de ellos hemos de dar la gloria.

Llenad vuestra memoria con el recuerdo de vuestras faltas e infidelidades, para humillaron y enmendaros; y con el de los beneficios que de Dios habéis recibido, para darle gracias.

Decid a vuestro corazón: ¡Adelante!, no vuelvas a ser infiel, ingrato y desleal con este gran Bienhechor. ¿Cómo no ha de someterse en lo sucesivo nuestra alma a un Dios a quien tantas maravillas debe?

San Francisco de Sales

Por último, San Francisco de Sales quiere que la luz que proyectan nuestras faltas sobre nuestra flaqueza nos conduzca, por la humildad, a la indulgencia con las flaquezas del prójimo.

La humildad hace que no nos inquietemos con nuestras imperfecciones, recordándonos las de los demás. ¿Qué razón hay para que hayamos de ser más perfectos que los otros? Y también hace que no nos impacientemos con las faltas del prójimo, acordándonos de las nuestras. ¿Por qué nos hemos de admirar de que los demás tengan imperfecciones, si nosotros también las tenemos?”.

San Juan Crisóstomo insiste con su acostumbrada energía sobre este resultado, muy poco meditado, que nuestras faltas deben procurarnos siguiendo el plan divino. Demuestra que, si no se ha confiado el sacerdocio a los ángeles, fue por temor de que con la severidad que pudiera darles su impecabilidad, provocasen al rayo sobre los pecadores; mientras que el hombre, conociendo por experiencia propia la fragilidad humana, se compadece de modo natural al encontrarla en los demás. Ved por qué, continúa el Santo Obispo, en otros tiempos lo mismo que hoy, Dios permite que los depositarios de su autoridad en la Iglesia, comentan faltas, con el fin de que el recuerdo de sus caídas los haga más benignos con sus hermanos.

Y San Juan Crisóstomo prueba su tesis con dos ejemplos sacados uno del Nuevo y otro del Antiguo Testamento: pone en escena al vehemente, al intrépido San Pedro, que no comprendía que nadie pudiese escandalizarse ni avergonzarse de su Maestro, le jura tres veces una inquebrantable fidelidad, y, después, le niega miserablemente, no bajo la amenaza del tormento y de la muerte, sino a la simple voz de una sirvienta. Recuerda a continuación al Profeta Elías, cuyo celo impetuoso derribaba batallones y reducía al hambre a un pueblo entero, y acto seguido, temblando de espanto, huía desatinado ante la cólera de una mujer, Jezabel. Y así concluye: “Dios permitió la falta de Pedro, columna de la Iglesia, puerto de la fe, Doctor del Universo, para enseñarle a tratar a los demás con misericordia, y también por permisión divina, cayó Elías, para que se revistiese con el manto de la caridad y fuese indulgente como su Señor”.

San Bernardo repite con el comentario de un proverbio: “El que está sano no siente el mal de otro, el que ha comido bien no conoce el tormento del que padece hambre. Cuanto más semejante es un enfermo a otro y un hambriento a otro hambriento, más profundamente se compadecen de su mal… Para sentirse desgraciado con la desgracia de los demás, es preciso ante todo experimentarla en sí mismo. Solamente conociéndonos a nosotros mismos podremos encontrar el alma del prójimo en la nuestra y saber cómo podemos prestarle ayuda”.

Aprendamos estas lecciones. Mientras estamos de pie no podemos ni disculpar ni comprender en los demás caídas que nos escandalizan, que nos sublevan.

¿Cuántas veces una secreta soberbia, disfrazada de celo, nos lleva a la indignación? Pero que una falta semejante nos tire por tierra, y pronto la compasión sustituirá a la severidad. Entonces comprendemos la sentencia de San Agustín: no hay pecado posible en un hombre con el que yo no pueda mancharme.” Y la frase de la Imitación de Cristo:todos somos frágiles; pero tú a nadie tengas por más frágil que tú”.

Tomado del libro El arte de aprovechar nuestras faltas, Parte II, Capítulo 1; n°5-8

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