El nacimiento de San José

Publicado el 03/10/2021

Monseñor João Clá Dias.

El padre de San José, Jacob, [1]  era descendiente directo de David, según refiere el Evangelio de San Mateo y, por lo tanto, tendría derecho al trono si la realeza fuese restaurada. Pero, en aquella época, la monarquía estaba de tal modo relegada al olvido que pocos en el pueblo elegido se interesaban por ella.

En Belén el linaje davídico era más conocido, por el hecho de ser originario de esta ciudad. Allí había un núcleo de judíos fieles, constituido en su mayoría por miembros de las tribus de Judá y de Leví. Este grupo de buenos se aglutinaba en torno a los descendientes del Rey Profeta, ya que de ellos nacería el Mesías prometido, según indicaban las profecías. 

No obstante, esta expectativa la conservaban en gran secreto, pues conocían bien la envidia de Herodes y las confabulaciones del Sanedrín, y temían que la familia de David fuera víctima de la saña de estos malvados.

Jacob, a quien correspondía la realeza por ser el primogénito, tenía tres hermanos: Samuel, Sarai y Judas. Con la muerte de su padre, Matán, Jacob heredó las propiedades de la familia, todavía bastante numerosas debido al significativo aumento de las posesiones de sus antepasados en Belén, a partir de la subida de David al trono. La casa en que residía era amplia, de varios pisos y protegida por un muro alto y algunas torres. Poseía, además, rebaños y campos en las cercanías de la ciudad.

Cuando Matán murió, Jacob llevaba casado cinco años con Raquel, una mujer prudente y religiosa. Pero no tenían hijos y, según el parecer de los médicos, se trataba de una esterilidad irremediable. Esto constituía una terrible prueba para los esposos y para aquel núcleo de buenos que esperaba con santa ansiedad al Mesías. Por entonces, los hermanos de Jacob también se habían casado, a excepción del más joven, Judas, y todos vivían en Belén. Tanto Sarai como el hermano más cercano a él en edad, Samuel, sobresalían por su santidad; la esposa de éste, sin embargo, de nombre Jael, era de muy mala índole.

El sacerdote Eleazar

Vivía en la ciudad de Belén un santo sacerdote, de nombre Eleazar, muy ligado a la casa de David. Conocía a Jacob y a sus hermanos desde que nacieron, y fue él quien los instruyera en la Religión. Ya anciano, gozaba de gran intimidad con la familia, debido a su antigua amistad con Matán.

Eleazar iba todos los años a Jerusalén, donde mantenía relación con un círculo de judíos fieles. Entre ellos se destacaba otro sacerdote, más joven que él, pero ya muy virtuoso, llamado Simeón, el mismo que tiempo después recibiría a la Sagrada Familia en el episodio de la Presentación del Niño Jesús. Cuando había oportunidad, los dos ministros de Dios conversaban largamente sobre la inminente venida del Mesías y la deplorable condición moral de las élites del pueblo elegido.

Habiendo sido informado sobre el parecer de los médicos acerca de la esterilidad de Raquel, Eleazar hizo una visita a Jacob antes de emprender su viaje anual a la Ciudad Santa y, para consolarlo, le prometió ofrecer un sacrificio en el Templo para suplicar a Dios que le concediera un hijo, que asegurase una descendencia santa a la estirpe de David.

Estando ya en Jerusalén, Eleazar se encontró fortuitamente con Simeón, que venía luminoso y radiante de alegría. Y, en efecto, Simeón le reveló que en cuanto estaba sirviendo en el Templo, había escuchado la voz del Señor que le prometía: «No morirás antes de ver al Mesías». Por lo tanto, ¡el Salvador de Israel no podía tardar mucho en nacer!

Eleazar interpretó esta gracia como una auténtica señal, y contó a Simeón el propósito de su viaje: implorar al Cielo una digna posteridad para la casa de David.

Aquella misma noche, Eleazar, muy consolado por la conversación con su amigo, tuvo un sueño. Veía cómo brotaba del suelo un tallo en cuya punta nacía, poco a poco, un lirio de especial belleza y fulgor. Mientras contemplaba la escena, un Ángel le decía: «De la raíz de Jesé surgirá el renuevo de una flor». Era el presagio del nacimiento de San José, el más insigne descen- diente de la realeza davídica y padre virginal de Jesús. El mismo mensajero celestial explicó a Eleazar la relación que existía entre José de Egipto, hijo del patriarca Jacob, y el niño que iba a nacer. [2]

Al día siguiente, al ofrecer el sacrificio, Eleazar volvió a oír la misma voz, repitiendo todo lo que le había sido revelado por la noche. Esta noticia se extendió entre los buenos discretamente, causando mucha alegría.

Cuando regresó a Belén, Eleazar comunicó a Jacob el anuncio profético que había recibido de manera sobrenatural: que le nacería un hijo santo a quien se le otorgarían todos los dones y virtudes del patriarca José de Egipto, pero llevados al auge de su perfección, de ahí la elección del nombre José. [3] No obstante, los meses pasaron sin que hubiera señales del hijo prometido, hasta que un día Jacob y Raquel acudieron como peregrinos a Jerusalén, a fin de presentar sus súplicas en la Casa del Señor, con la certeza interior de que serían atendidos, como enseña el Salmo: «Alaben el nombre del Señor, el único nombre sublime. Su majestad sobre el cielo y la tierra; él acrece el vigor de su pueblo. Alabanza de todos sus fieles, de Israel, su pueblo escogido» (Sal 148, 13-14).

Al salir del Templo, sentían sus corazones inundados por una vivísima esperanza de haber sido objeto de la misericordia divina.

El hijo, fruto de una intensa oración

De hecho, cuando regresaron a Belén, Raquel concibió. Dios quiso que transcurriese un periodo entre la predicción hecha a Eleazar hasta su realización efectiva para que, después de muchas oraciones, resultase un fruto: San José. Por otra parte, sus padres también debían ser probados en la fe, pues de ellos iba a nacer el Príncipe de la Confianza.

Cumplidos los meses de gestación, Raquel, con gran ternura y júbilo, dio a luz un niño que más bien parecía un Ángel. Desde su nacimiento se comportó con seriedad y serenidad, como alguien lleno de sabiduría, sin estar sujeto a las puerilidades con las que el pecado original marca la primera infancia. Su madre hizo el propósito firme de consagrarlo al servicio del Templo, igual que había hecho Ana, la madre del profeta Samuel, si ésa era la voluntad de Dios. Pero no se podía imaginar que la misión reservada a su hijo era mucho más alta: ¡cuidar de Aquel que era mayor que el Templo!

Cuando tuvo lugar el nacimiento de San José, se renovaron las esperanzas en el ramo bueno de la casa de David, al ver cumplida la promesa hecha a Eleazar, que era considerado por todos como un varón justo. Sin embargo, entre los malos tal acontecimiento provocó un brote de odio. Jael, por ejemplo, la cuñada de Jacob, alimentaba sentimientos de envidia contra Raquel, pues si ésta hubiera permanecido estéril la sucesión al trono habría recaído en sus hijos, que eran tan malos como su madre.

La propia esterilidad de Raquel había tenido una causa preternatural. Por el hecho de que Jacob era santo, el demonio temía que de él procediera el hijo de la promesa y quería, a toda costa, impedir el nacimiento de aquel descendiente perfecto anunciado a David.

Tomado del libro, San José, ¿Quién lo conoce?, p.50-56

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Notas:
[1] Las genealogías consignadas por San Lucas y San Mateo no coinciden al señalar la ascendencia de Jesús. San Mateo indica la ascendencia davídica de Jesús siguiendo la línea del Rey Salomón (cf. Mt 1, 16); San Lucas, al contrario, presenta este mismo linaje davídico por otro hijo de David (cf. Lc 3, 31; 1Crón 3, 5-6) que nunca llegó a ocupar el trono de Israel. Además, San Mateo afirma que aquel que «engendró» a San José se llama Jacob (cf. Mt 1, 16); San Lucas, por su parte, señala que José es «hijo» de Helí (cf. Lc 3, 23). Para resolver esta divergencia, en el siglo III el erudito Julio Africano (cf. EUSEBIO DE CESAREA. Historia Eclesiástica. L. I, c. 7: PG 20, 89-100) formuló la hipótesis de que Jacob y Helí eran medio hermanos, por parte de madre. Cuando Helí murió, sin haber dejado hijos, la viuda fue desposada por Jacob en virtud de la ley del levirato (cf. Dt 25, 5-6; Mt 22, 23- 28), porque así se garantizaba la descendencia de su hermano fallecido. En consecuencia, San José sería hijo de Jacob según la sangre e hijo de Helí en un sentido legal. Esta propuesta la expuso resumidamente Santo Tomás de Aquino (cf. Suma de Teología. III, q.31, a.3, ad 2). No obstante, a partir del siglo XVI algunos teólogos, como Alfonso de Espina, presentaron otra solución: San Mateo habría descrito el linaje davídico de San José; San Lucas, el de la Virgen María, pues Ella es quien transmite la carne y la sangre de David a Jesús. Así, San José, desposado con María, sería yerno de Helí (Heliaquim o Joaquín, en la Tradición de la Iglesia) y, por este título, hijo suyo según la Ley (cf. MICELI, Patrizia Innocenza. I modelli di Giosefología nella storia della Teología cristiana. Todi: Tau, 2015, p. 8-13).
[2] San Bernardo, con la belleza que caracteriza su pluma, muestra esta relación: «Recuerda asimismo aquel gran patriarca, vendido en Egipto, que no sólo se llamó como él, sino que emuló su castidad, igualándose por su inocencia y por sus dones. José, vendido por envidia de sus hermanos y llevado a Egipto, prefiguró la venta de Cristo. Este otro José, huyendo de la envidia de Herodes, llevó a Cristo hasta Egipto. José, por no traicionar a su amo, se resistió a pecar con la mujer de su señor. Este José reconoció a su señora como Virgen y Madre de su Señor. Y mediante su continencia, la custodió en todo fielmente. Al patriarca se le concedió el don de leer en los misterios de los sueños; a José se le infundió la gracia de conocer y participar activamente en los misterios divinos. Aquél almacenó el trigo, no para sí mismo, sino para todo el pueblo; éste recibió el Pan del Cielo y lo guardó para sí y para todo el mundo» (SAN BERNARDO. En alabanza de la Virgen Madre. Hom. II, n.o 16. In: Obras Completas. 2.a ed. Madrid: BAC, 1994, t. II, p. 635). Gerson también establece un paralelismo semejante (cf. GERSON, Jean. Josephina. Paris: Enault et Mas, 1874, p. 216).
[3] «Quédale muy apropiado el nombre de José, que significa incremento, puesto que él, por ésta su función, quedó soberanamente engrandecido, ya respecto de sí mismo, ya del prójimo, ya de Dios, por el aumento de las virtudes, por la celebridad de la fama, por la reverencia y amor de los hombres, por la familiaridad con la Madre de Dios y, finalmente, como creían muchos, por su divina paternidad». (SAN ALBERTO MAGNO. Marial, c. XXIII, n.o 2. Traducción de la Mariale, sive quæstiones super Evangelium «Missus est Angelus Gabriel», de Serapio de Iragui, OFMCap, y Juan Presas Serra. Buenos Aires: Emecé, 1948, p. 144). En efecto, etimológicamente, «José» quiere decir aumento o adición. Jacob, cuando impuso este nombre a su hijo, le pedía a Yahvé que le diera más descendencia, y esto le fue concedido, puesto que también nació Benjamín. A San José, su padre le impondrá el nombre en vista de otro Hijo que debería manifestarse a todo Israel: el mismo Mesías (cf. ISOLANO, op. cit., c.1, p. 374-375).

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