Monseñor João Clá Dias.
Durante su adolescencia, la convivencia con los primos, en su mayoría mayores que él, desveló ante la mirada inmaculada de San José la fealdad de un pecado hacia el que jamás experimentó la menor inclinación de la voluntad o de la sensibilidad: la impureza.
En aquel tiempo, la inmoralidad se extendía entre los judíos de modo encubierto, pero no menos diabólico. En cierto momento, por envidia hacia José, aquellos niños decidieron perderlo e instigados por el demonio procuraron tratar de temas indecentes en su presencia.
San José era de una pureza incomparable, no habiendo en los Cielos un Ángel que se pueda asemejar a él. [1] Por eso, tan pronto como notaba las primeras insinuaciones, se retiraba del ambiente. Pero sus primos, insistentes e insidiosos, comenzaron a seguirle. Como ellos sabían cuál era la colina que solía frecuentar, vio que no le convenía quedarse sólo por allí, por el riesgo de que le preparasen alguna ocasión de pecado.
Fue entonces cuando encontró otro lugar, cerca de Belén, donde podía contemplar el cielo, estar a solas con Dios y evitar cualquier ataque contra su pureza. Aquel nuevo sitio fue para San José el refugio de la castidad. Era un pequeño conjunto de cuevas, más o menos espaciosas, en las que podía desahogar su corazón con Dios, implorándole que pusiera fin a la situación lamentable, no sólo de sus primos, sino de buena parte del pueblo elegido. Allí, pues, suplicaba al Divino Vengador que hiciera cesar las ofensas contra su suprema majestad.
¿Por qué tardaba tanto el Mesías que debía restaurar todas las cosas? Entonces, le vino a la mente un fragmento del profeta Malaquías: «Es como fuego de fundidor, como lejía de lavandero» (Mal 3, 2). Y anhelaba la venida de Aquel que destruiría el reino del pecado y renovaría la faz de la tierra.
Años más tarde, cuando la Sagrada Familia subió a Belén para el censo de César Augusto y San José se dio cuenta de que no podía llevar a María a un alojamiento cualquiera, el primer lugar que le vino a la memoria ante el inminente nacimiento de Jesús fue el «refugio de la castidad». De hecho, era éste el lugar adecuado, donde el Hijo de Dios podía venir al mundo con la discreción y el recato necesarios. Fue también el único lugar digno de hospedar a los Esposos vírgenes en cuyo seno nacería, por obra del Espíritu Santo, el Virgen por excelencia, pues allí jamás se había cometido pecado alguno.
Tomado de la obra, San José ¿Quién lo conoce?, p.62-65