Flor y gloria de la cristiandad. Parte 2

Publicado el 06/06/2022

El caballero era el varón católico destinado a vivir para el empleo de la fuerza en defensa de la Cristiandad. Piadoso, humilde, generoso, previdente y casto, era el terror de los malos y el encanto de los buenos. Su amor a Dios y al prójimo se exteriorizaba por sus modos de ser, que lo tornaban gentil, distinguido, amante del ceremonial. Todo eso define el perfil de quién, en nuestros días, es contra–revolucionario desde el fondo del alma.

Plinio Corrêa de Oliveira

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El caballero, tal como existió en la Edad Media, es el varón católico apostólico romano destinado a vivir para el empleo de la fuerza en defensa de la Cristiandad. Para que comprendamos mejor ese papel del caballero, consideremos algunos datos históricos.

Una tenaza gigantesca: moros y bárbaros

En la Chanson de Roland – obra legendaria, épica, pero que retrata una situación histórica –, nos llama la atención y conmueve notar que se habla de los doce pares de Carlomagno con admiración, se canta su gloria como siendo grandes guerreros, pero no hay una referencia a los hijos del gran Emperador, pues estos eran unos flojos incapaces de cargar el fardo glorioso del Imperio que su padre había sabido establecer.

Resultado: a partir de la división en tres reinos, correspondientes a los tres hijos de Carlomagno, se inició el desmoronamiento del Imperio. A esto se sumaba la precariedad de los caminos, tornando tan difíciles las comunicaciones entre el poder central y las grandes propiedades rurales que, aunque cada propietario rural aún obedeciese teóricamente al monarca, en la práctica se constituía a la manera de un reyezuelo local. Así, el Imperio se desmigajó, en el sentido etimológico de la palabra.

Consideremos que ese Imperio estaba bajo la presión, a manera de una tenaza gigantesca, de las invasiones de los moros, de los hunos y otros bárbaros. Por lo tanto, así desmoronado, aún tenía que ofrecer resistencia a esas hordas de invasores.

Consecuentemente, los hombres más poderosos comenzaron a construir, en torno a sus tierras, murallas para albergar a la familia, sus trabajadores, su ganado, sus cosechas y sobre todo, la capilla con el Santísimo Sacramento, imágenes y reliquias. Cuando oían hablar que de lejos venía el adversario, todos se refugiaban detrás de las murallas, de donde pasaban a combatir al enemigo.

A medida que el invasor encontraba en su camino esas fortificaciones, se iba debilitando. Aunque no fuese aplastado directamente, avanzaba más o menos como un toro cada vez más acribillado de banderillas. En determinado momento él caía y moría. Era un modo hábil de que cada propietario, defendiéndose a sí mismo y a los suyos, protegiera a todos.

Se constituyó, así, una situación singular: el propietario rural, que era como un hacendado de hoy, quedó con el encargo de construir las murallas y dirigir la guerra.

Por consiguiente, debería dar el ejemplo siendo el guerrero por excelencia que iba montado a caballo, empuñando la espada; él tenía que ser el más corajudo. Después venían los hijos y su parentela. Solamente más para atrás estaban los campesinos. Porque los primeros del lugar deberían ser los primeros en la lucha y en el sacrificio.

De esta manera, se estableció una especie de identificación por la cual la clase de los propietarios rurales era la de los guerreros, dispuestos a dar la vida por aquellos a quienes gobernaban. Siendo pequeños “reyes” locales, ellos componían la nobleza – el barón, el conde, el marqués – bajo la dirección de otro “rey” mayor, que era el duque, el cual, a su vez, estaba bajo las órdenes del rey propiamente dicho. Se constituía así, la jerarquía feudal.

Había, por lo tanto, una clase de los hombres más ricos, poderosos y nobles, que eran también los más corajudos y guerreros, a los cuales los otros debían obediencia, pero los primeros tenían una dedicación como raras veces un padre posee en relación a su hijo. Era el equilibrio social establecido, con una sabiduría extraordinaria, en función de las condiciones militares y políticas del tiempo.

Guerreros descendientes de bárbaros, pero civilizados por la acción de la Iglesia

Esos guerreros eran descendientes de bárbaros como, por ejemplo, los germanos, cuyo perfil los romanos dejaron escrito para la Historia. Eran tipos rubios de ojos azules, mas como casi todos sufrían de oftalmía, aquel azul quedaba bañado en un mar de sangre de las oftalmías mal curadas, lo que, juntamente con la melena rubia sucia, mal cuidada, caída para atrás, les daban un aspecto monstruoso. Avanzaban blandiendo armas y lanzándose encima de las poblaciones con una ferocidad espantosa, matando a los hombres, despedazando los cadáveres, rompiendo objetos y monumentos preciosos, apoderándose de las ciudades y reduciendo los romanos indolentes a siervos, de manera que ellos – inmundos y toscos – quedaban mandando sobre hombres cultos, finos, en una inversión completa de valores.

Se cuenta que antes de las batallas, ellos pasaban la noche en lo alto de las montañas bebiendo y cantando para adiestrarse para el combate. Al amanecer bajaban en hordas silbando, aullando como bichos, con una parte del cuerpo desnuda y toda pintada, con cráneos de animales amarrados encima de la cabeza. Era el uso de la fuerza en lo que ella tiene de más repugnante y brutal.

En cuanto los hombres bajaban las laderas de las montañas, las mujeres se quedaban arriba, bebiendo y cantando canciones guerreras para estimularlos.

Invasiones de los pueblos bárbaros en el Imperio Romano

Los funcionarios del Imperio Romano huían todos para el Sur, donde los bárbaros aún no habían llegado. Hubo entre tanto, quien no huyese: la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana. Los sacerdotes y los obispos permanecieron en medio de la barbarie y comenzaron a convertir a los bárbaros en los cuales, después de varias generaciones de gente bautizada, entró la dulzura de Nuestro Señor Jesucristo.

De esos bárbaros bautizados nacieron los caballeros, herederos de aquella fuerza, de aquel sentido de la lucha, de aquel gusto por el combate y por la aventura que, cuando bien entendidos, deben caracterizar al hombre.

Por otro lado, una vez convertidos, esos guerreros se tornaron verdaderos artesanos de la paz porque no empleaban la fuerza para hacer el mal, sino con el fin de defenderse del mal que los otros les iban hacer. Y si promueve la paz quién no hace mal a nadie, también es un promotor de la paz aquel que defiende el orden por medio de la fuerza, si fuere necesario. Pues, como vimos, la paz es la tranquilidad en el orden, cuando alguien lucha para restablecer el orden y la tranquilidad está defendiendo la paz. Así, cuando en sus castillos ellos defendían sus poblaciones, sus riquezas honestamente acumuladas, y, sobre todo, el Santísimo Sacramento, actuaban en cuanto guerreros de la paz.

Siendo la paz un bien, debe ser amada con mayor amor que la pasión desarreglada con que el malvado se entrega al mal; ellos precisarían ser ardentísimos defensores de la paz, guerreros más feroces en el combate por el bien que los otros lo eran en la lucha por el mal.

El perfil moral del caballero…

Va surgiendo, así, la figura del caballero: un guerrero tremendo, que metía miedo en el adversario, pero sin odio individual. El verdadero caballero católico no podía matar por odio personal. San Bernardo dice en la regla de los Templarios, de la cual él fue el autor, que el caballero debe ser sereno y sin odio individual, sin ninguna de esas pasiones que degradan tanto al hombre cuando él tiene los furores del egoísmo; pero precisa ser terrible para hacer prevalecer el orden que el Creador quiere en la Tierra, los derechos de Dios contestados.

Por eso el caballero, terror de los malos, es un encanto de los buenos. Termina la batalla, el caballero vuelve a su castillo, su presencia es la alegría de todos, porque es cariñoso, es bueno, no es vanidoso, recibe los homenajes que le son debidos, mas tiene el gusto de exaltar el valor de los otros: “Aquel combatió muy bien… Fulano Ud. fue un héroe, yo le doy un título y tal parte de mis tierras…” Recompensas aceptadas por los otros, no por egoísmo sino por quedar encantados.

¡Cómo es bueno el señor!” ¡Cómo es generoso! ¡Cómo es grande! ¡Qué encanto su presencia en el castillo! ¡Allá afuera él era el terror, aquí es la flor del castillo!”

Entonces aparece otro lado del caballero: héroe por amor a Dios, piadoso, antes que nada. Acaba la batalla, él entra en la capilla del castillo, se arrodilla y da gracias por haber escapado ileso. Agradece, sobre todo, por haber conseguido ahuyentar al bárbaro o al mahometano y llevar a los fieles a la victoria, haciendo brillar la gloria de Dios sobre el adversario. Delante de una imagen de Nuestra Señora, él reza especialmente agradecido, enternecido.

Todos cantan juntos. Sería una de las maneras como se podría imaginar la celebración de la victoria.

Al día siguiente recomienza el trabajo. Todos ya están saliendo de la fortaleza, llevando a sus casas sus pertenencias, las familias se van reinstalando, las mujeres retoman sus quehaceres domésticos, los hombres vuelven a cuidar la agricultura. Mientras tanto, el señor feudal del castillo va tomando providencias: “La fortaleza quedó dañada en tal punto, debemos arreglarla rápido, porque nadie sabe cuándo el adversario viene. ¿Cuántas armas perdimos? Precisamos mandar a hacerlas ya. La experiencia atestigua que tal arma tiene un efecto mejor si es elaborada de tal manera…”

Entonces, da orden de fabricar las nuevas armas de aquel modo. Cuando el castillo es grande, tiene en su interior una verdadera pequeña aldea de carpinteros, herreros y artesanos que van preparando todo lo necesario para el próximo combate. Porque el descanso es apenas la respiración entre dos batallas.

Vemos, entonces, dos trazos más del caballero: él es piadoso, humilde, le gusta inclinarse delante de Dios, es generoso, siente placer en dar, elevar a los otros, dignificar los talentos ajenos, su alegría está no en ser el único, sino el ser jefe de gente que tiene valor. Otro trazo: es previdente y ya se prepara para la próxima guerra.

Todo eso va constituyendo el perfil moral del caballero. Él es dulce, afable, bondadoso, mas esa afabilidad, ese amor cristiano que el caballero tiene al prójimo se traduce en las buenas acciones, como también en las buenas maneras, que son el modo de exteriorizar la bondad interior. El caballero es gentil, distinguido, trata bien a las personas. Por ser hijo de la paz, él quiere el orden, y este prescribe que cada uno sea tratado de acuerdo con su categoría. Así, el caballero acoge a cada uno según la respectiva categoría, pero quiere que lo respeten. Y si alguien le falta el respeto, viene la reprensión y, conforme fuere, la punición. Es natural.

…define el perfil del auténtico contrarrevolucionario

El Castillo de Umbría di Sismano junto a la pequeña villa que se encuentra a su alrededor

En torno de él se va constituyendo un ceremonial, al que gradualmente son incorporados su familia y personas de los otros castillos, que son como él y con él conviven, y van formando una clase donde la educación es más excelente, el vocabulario más elevado, más florido y bonito, la distinción de los trajes y de las maneras florece y surge la cortesía, la distinción propia de los caballeros.

Esa clase no rebaja a las otras, ella va subiendo más o menos como un globo que, al elevarse, fuese llevando a toda la población consigo. La ascensión de los caballeros era la ascensión de la nación entera. Con los caballeros, los otros más rudos perfeccionan el lenguaje, la educación, se van cultivando y terminan por salir de la barbarie.

¿El caballero era sinónimo de noble? Todo noble era caballero, ¿y todo caballero era noble? No era tan así. Se concebía en una situación excepcional, que ciertos plebeyos se tornaran caballeros, bien como determinados nobles que no fueran caballeros, pero no era lo normal. La mayoría de los caballeros era noble, y muchos de los plebeyos que se tornaron caballeros por su coraje ascendían a la nobleza. La fuente de reclutamiento de la nobleza era principalmente la Caballería.

Tenemos, entonces, el sentido de caballero en nuestros días. ¿Por qué la palabra es tan respetada, bella y significa tanta cosa? Es por ser ese tipo de ideal católico puesto en la sociedad temporal y que tiene como uno de los trazos más preponderantes de su alma la combatividad, no al servicio de sus intereses, sino de Dios, de la Iglesia, de la Cristiandad.

Ahora, es eso lo que propiamente define el perfil de quien, en nuestros días, es contra-revolucionario hasta el fondo del alma. Este es corajudo, terrible, admirable, bondadoso, gentil, acogedor. Su palabra vale como escritura pública, porque un caballero no peca y, por lo tanto, no miente nunca. Él es casto, porque la impureza es lo contrario de la Caballería.

En el caballero relucían todas las cualidades del verdadero católico

En la Edad Media, era normal que los caballeros que no entrasen a una Orden Religiosa de Caballería se casasen. El caballero era el hombre virgen que se casaba con la dama virgen; Caballería y virginidad eran cosas complementarias. Su fuerza era la del hombre casto, puro, no la del vulgar frecuentador de tabernas.

En el caballero relucían, con el brillo del acero, todas las cualidades del verdadero católico.

Tanto como me recuerdo, mis primeros encuentros con la Caballería fueron saboreando esta palabra, y comprendiendo que ella era como una misteriosa piedra preciosa que no brillaba con la luz venida de afuera, sino con un fulgor proveniente de dentro. Las palabras “Caballería” y “caballero” me parecía que tenían en sí mismas una belleza, una dignidad, una distinción extraordinaria. Eran como un brillante o un rubí que rutilaba por sí mismo.

Extraído de conferencia del 26/5/1984

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