Como San José falleció antes del inicio de la vida pública de Cristo Nuestro Señor, cabe preguntarse en qué momento determinó Dios que su alma santísima se uniera nuevamente a su cuerpo.1 Incontables santos, doctores y teólogos josefinos,2 convencidos de su resurrección, sitúan la suya junto a la de Jesucristo. Para ello se basan en las palabras del Evangelista San Mateo cuando refiere los hechos que siguieron a la Pasión y Muerte del Salvador: «Entonces el velo del Templo se rasgó en dos de arriba abajo; la tierra tembló, las rocas se resquebrajaron, las tumbas se abrieron y muchos cuerpos de santos que habían muerto resucitaron y, saliendo de las tumbas después que Él resucitó, entraron en la Ciudad Santa y se aparecieron a muchos» (Mt 27, 51-53). Según afirman, el glorioso Patriarca habría subido al Cielo el día de la Ascensión, ya resucitado, en compañía de su Divino Hijo y de las almas de los justos del Antiguo Testamento que aguardaban en el Limbo.
Esta tesis suena, a los oídos piadosos y amantes de San José, como la más apropiada, si lo tomamos como el primero entre los santos concebidos en pecado original. Sin embargo, teniendo en cuenta la opinión de este Autor acerca del privilegio josefino —inferior y diverso del privilegio mariano— y considerando como cierta su participación en el plano de la unión hipostática, permítasele correr el velo de una hipótesis audaz. Quizá San José, tan favorecido en el orden de la gracia en previsión de los méritos de Cristo y de las lágrimas de María, haya resucitado pocos días después de su muerte, no como el primogénito de entre los muertos, sino como el precursor del Salvador en la Resurrección.
De hecho, para Dios todo es presente y, como fue analizado en capítulos anteriores, los efectos del acto redentor de Jesucristo, Nuestro Señor, pueden ser aplicados con anticipación, como en el caso de la Inmaculada Concepción de la Virgen María3 o de la perseverancia de los Ángeles buenos.4
Ahora bien, ¿iba a permitir Dios que el cuerpo purísimo de aquel que jamás había sido tocado por la mancha original estuviera separado durante varios años de su alma, la cual ya gozaba de la visión de Dios en la gloria? Por otra parte, como Cristo y su Santísima Madre tenían un amor indecible por San José, ¿no iban a querer que el padre y esposo virginal fuera recompensado a la altura de sus insondables merecimientos? «Quien vela por su amo será recompensado» (Prov 27, 18). La santidad sin par del Patriarca —muy por encima de cualquier otro bienaventurado o Ángel— parece sugerir que es arquitectónico, en el orden de la Salvación, que el premio de la resurrección le fuera concedido con precedencia a los justos de la Antigua Ley.5
Además, la cercanía que tuvo San José con el Divino Redentor, junto a la Virgen, preconiza que su cuerpo quedara resguardado no sólo de la corrupción natural, sino incluso de una permanencia prolongada en la tumba: «Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre» (Mt 19, 6; Mc 10, 9). Y, siendo que el propio Padre Celestial lo había hecho vivir dentro de una relación tan íntima con María y Jesús, ¿era conveniente que consintiera en una larga separación? Jesucristo, nuestro Señor, fue, sobre todo, el Redentor de sus padres, rescatándolos del pecado incluso antes de nacer.
Por eso el Autor piensa, salvo un mejor juicio, que una posible resurrección de San José, anterior a la gloriosa de su Divino Hijo, no presenta obstáculo alguno a la dignidad suprema de Aquel que «es primicia de los que han muerto» (1Cor 15, 20), puesto que el orden de la excelencia supera en importancia al cronológico, por ser la que está más presente a los ojos de Dios, que no está sujeto a la contingencia del tiempo. En realidad, esta resurrección realza la primacía absoluta de Cristo, porque manifiesta su poder sobre su padre virginal.
Recorramos, entonces, la historia post mortem del Santo Patriarca con base en esta hipótesis.
Así como José de Egipto pudo salvar su vida gracias a la propuesta de Judá, quien logró que sus malvados hermanos no lo mataran después de haberlo echado en un pozo donde lo habían dejado por algunas horas (cf. Gén 37, 20-28), así el León de Judá quiso que el cuerpo de San José, sepultado en Nazaret, reposara en la oscuridad y en el silencio de la tumba por una semana.
Pero la resurrección de San José fue muy discreta y solamente tuvieron revelación de la misma los otros dos miembros de la Sagrada Familia. Convenía que así fuese, puesto que el Santo Patriarca no debería eclipsar en absoluto la actuación pública de su Divino Hijo, que estaba a punto de comenzar. El sepulcro vacío permaneció sellado, sin ninguna señal exterior que indicase el portentoso fenómeno ocurrido en su interior.
Vestido con una túnica de color blanco fulgurante y cubierto por un majestuoso manto rojo, San José portaba sobre su frente la extraordinaria corona que le había sido negada en vida como legítimo descendiente del Rey David, pero enaltecida más aún con la gloria resultante de sus insondables méritos. La vara, que en su peregrinación en este mundo le había guiado en sus pasos hasta florecer en el casto desposorio con María Santísima, se había convertido en una dignísima férula cuyos lirios, cargados de simbolismo, estaban hechos del oro más puro. Naturalmente, lo primero que hizo San José al resucitar fue reunirse con aquellos a quienes había amado y servido sin medida en la tierra. Jesús y María, sabiendo lo que iba a suceder, se encontraban juntos rezando.
Cuando San José apareció ante ellos, no quiso dejar de reconocer su inferioridad en relación con el Verbo Encarnado y la más excelsa de las criaturas humanas. Arrodillándose con mucha reverencia, les pidió su bendición y agradeció todo lo que habían hecho durante su vida por su santificación, cuyo inconmensurable alcance sólo había comprendido cuando se encontró cara a cara con el Padre.
Además, el Santo Patriarca quiso manifestar a su Divino Hijo el sentimiento de indignidad que lo invadía por tener la gracia de haber podido recuperar el cuerpo antes que Él mismo, aun a sabiendas de que eso había ocurrido en previsión de la Resurrección de Jesús. Sin embargo, con suma magnanimidad, Nuestro Señor consideró que había sido un premio bien merecido después de las terribles pruebas que habían marcado sus últimos pasos en esta tierra. Vivamente impresionado por tanta bondad, San José se puso humildemente a las órdenes del Salvador para servirlo en su ministerio. A continuación, subió a los Cielos, pues su misión de guardián de Jesucristo, de la Virgen y de la Iglesia la cumpliría desde allí.
Y enseguida se puso a campo a fin de preparar la defensa de su Hijo para cuando comenzase a predicar.
Tomado de la obra, San José ¿Quién lo conoce? pp. 388-393
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