Padre lleno de ternura. Parte 2

Publicado el 07/31/2022

Ese juez tan temido, aquel ministro de Dios cuyo rostro me inspiraba tanto temor, se convirtió en el padre más cariñoso, me abrazó llorando y me dijo:¡Coraje, hijo mío, ten coraje!

Padre Luis Chiavarino

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Maestro — El confesor no pierde la estima, al contrario la aumenta cuanto más graves y numerosos son los pecados que se confiesan y se perdonan y cuanto más sincera y llena de dolor es la confesión.

Discípulo¿Padre, nunca se niega la absolución?

Maestro — En casos rarísimos: esto es cuando el penitente no está verdaderamente dispuesto a dejar el pecado o la ocasión próxima de pecar, o cuando no está dispuesto a reparar en la medida de lo posible los daños, el escándalo dado o cuando tiene intenciones de continuar en el pecado. En todos estos casos la absolución sería inútil y dañina porque cometerían un sacrilegio tanto el confesor como el penitente.

El Padre Fusignano cuenta que un señor tenía una mala costumbre hacía mucho tiempo y sin embargo, siempre encontraba algún confesor que lo absolvía. Su mujer lloraba, rezaba y no dejaba de hacerle ver su pésimo estado. Pero este señor le decía sonriendo: “Eres bien loca para horrorizarte tanto por mi causa. Si fuese una cosa tan mala el confesor no me absolvería”.

Y así continuó con su deshonestidad hasta la muerte. Pero, después de muerto, apareció a su mujer rodeado de llamas, sobre las espaldas de otro también horriblemente atormentado y con gritos desesperados dijo: “estoy condenado por no haber dejado la ocasión de pecar y este que me lleva sobre sus espaldas es mi confesor que me absolvía a pesar de yo ser indigno”.

Discípulo — ¡Infelices! ¿Y cuando el penitente está arrepentido y tiene buenas disposiciones, el confesor lo absuelve siempre?

Maestro — Sí, siempre absuelve y perdona, incluso cuando se trata de alguna culpa enorme y gravísima.

El muy docto teólogo francés Juan Gaume contaba que uno de los hombres perversos que durante la Revolución Francesa se había manchado con los más terribles crímenes y más de una vez había hecho correr la sangre de sacerdotes, había caído gravemente enfermo.

Este hombre había jurado que ningún sacerdote habría puesto los pies en su cuarto y que caso allí entrase no saldría. Habiéndose agravado la enfermedad, un buen padre ofreció la vida, si así pudiese salvar al infeliz.

Al verlo, el hombre enfermo se encolerizó y juntando todas sus fuerzas gritó:

¿Pero qué es esto. Un sacerdote en mi casa? ¡De prisa, mis armas, de prisa!

¿Qué es lo que quieres hacer con ellas?

Le preguntó con mucha dulzura el sacerdote

¡Quiero matarte a ti que te atreves a aparecerte ante mi! ¿No sabes que con estas manos ya degollé a doce padres?

Te equivocas hermano mío; para ese número aún falta uno; el décimo segundo no murió; el décimo segundo soy yo. Dios me conservó la vida para que te salve.

¿Para salvarme. Y quién podrá salvarme después de tantos crímenes?

Tu arrepentimiento y mi absolución.

Pero usted aún no lo sabe todo; si le contara todo usted me maldeciría.

¡¿Maldecirte?! Absolutamente nunca!

¿y usted aún me dará la absolución?

Sí, porque Jesucristo así lo quiere.

Y muy caritativamente comenzó a instruirlo y prepararlo para una buena muerte.

Discípulo¡Qué heroico y santo sacerdote! ¿Pero, será que todos los confesores son así?

Maestro — Sí, todos ellos son así porque representan a Jesucristo, que ordenó que perdonásemos siempre.

Discípulo ¿Entonces, si el confesor absuelve siempre no debemos tener miedo, verdad?

Maestro¡Miedo, jamás! Él es siempre un padre cariñoso. Francisco Renato, vizconde de Chateaubriand, célebre escritor frans, escribe en sus

“Memorias de más allá de la tumba“: “Se acercaba la época de mi primera comunión (En la Francia de aquella época se hacía alrededor de los catorce años). MI piedad parecía sincera; yo edificaba a todos mis compañeros. Yo tenía un confesor de aspecto un tanto rígido; cada vez que me presentaba al tribunal de la penitencia, él me interrogaba con ansiedad, sorprendido con la insignificancia de mis culpas.

Cuando más cerca estábamos de la Pascua, más insistentes se hacían sus preguntas:

¿Tú no estás ocultándome nada?”

No, Padre.

Siempre le respondía.

¿Tú no cometiste este o aquel pecado?

No, Padre.

Esa era siempre mi respuesta.

El Padre me dispensaba dudoso, suspirando, buscando leer en el fondo de mi alma y yo salía del confesionario pálido y desfigurado como un culpable. Yo le ocultaba pecados.

Llegó la tarde del Miércoles Santo, víspera de la Comunión Pascual. Al llegar a la iglesia, me postré delante del altar y quedé allí como si estuviese aniquilado. Cuando me levanté para ir a la sacristía donde me estaba esperando el confesor, mis rodillas temblaban, me lancé a sus pies y con la voz más alterada que de costumbre hice la confesión de siempre.

¿No olvidaste decir más nada? Preguntó el ministro de Dios.

Y me callé. A cada una de sus preguntas el fatal “no, padre”, salia nuevamente de mis labios. Él se recogió y rezó, y haciendo un esfuerzo se preparó para darme la absolución. Si en ese momento un rayo me hubiese caído encima, mi pavor habría sido menor y grité:

¡Yo no le he dicho todo!

Ese juez tan temido, aquel ministro de Dios cuyo rostro me inspiraba tanto temor, se convirtió en el padre más cariñoso, me abrazó llorando y me dijo:

¡Coraje, hijo mío, ten coraje!

Un momento como aquel jamás lo volveré a vivir.

Yo estaba llorando de alegría, después de la primera palabra el resto no me costó ningún esfuerzo decirlo. Levantando la mano, el sacerdote pronunció las palabras de la absolución. Esta vez, su mano hizo descender sobre mi cabeza el rocío celestial e incliné la frente para recibirla. Yo participaba de la felicidad de los ángeles.

Al día siguiente, cuando la Hostia se posó en mis labios, me sentí iluminado por una luz vivísima.

Entonces, sentí en mí el coraje de los mártires, en aquel instante yo habría sido capaz de confesar mi fe en Cristo en medio de los leones…

Hijo mío, este es en realidad el confesor. “El padre más cariñoso”.

Tomado del libro, Confesaos bien; pp. 33-35

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