Razones de confianza en Dios. Parte 3

Publicado el 08/18/2022

Como el Apóstol preferido que descansó la cabeza sobre vuestro pecho, así descansaremos nosotros sobre vuestro Divino Corazón; y, según la palabra del salmista, ahí dormiremos con deliciosa paz, porque estaremos — ¡oh Jesús!— confirmados por Vos en una confianza inalterable.

Padre Thomas de Saint-Laurent

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Jesús domina el Infierno

Durante los tres años de su vida pública, Él se encuentra a veces con posesos. Habla a los demonios con una autoridad soberana; les da órdenes imperiosas, y los demonios huyen a su voz, ¡confesándole la divinidad!…

Jesús es el Señor de la vida sobrenatural

Resucita almas muertas y les restituye la gracia perdida. Y para probar que tiene realmente ese poder divino, cura a un paralítico.

¿Qué es más fácil? —pregunta a los escribas que le cercan— ¿qué es más fácil decir: tus pecados te son perdonados, o decir: levántate, toma tu cama y anda? Pues, para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad sobre la tierra para perdonar los pecados (dijo al paralítico): “Yo te lo digo: levántate, coge tu cama y vete a tu casa” (Mc. 2, 9-11).

Sería bueno meditar detenidamente sobre el estupendo poder de Jesucristo. Cuando se trata de poner ese poder al servicio de su amor por nosotros, el Maestro nunca duda.

Su Bondad

La verdad es que Nuestro Señor es adorablemente bueno: su Corazón no puede ver sufrir sin sangrar. Esa piedad lo hace operar algunos de sus mayores milagros espontáneamente, incluso antes de haber recibido cualquier súplica.

La multitud le sigue a través de las montañas desiertas de Palestina; durante tres días se olvida, para oírle, de la necesidad de comer y de beber. El Maestro sin embargo llama a los Apóstoles: “Tengo pena de esa multitud —les dice— y si los envío a sus casas en ayunas desfallecerán en el camino” (Mc. 8, 2). Y multiplica los pocos panes que les quedaban a los discípulos.

En otra ocasión Él se dirigía a la pequeña ciudad de Naín, escoltado por una multitud. Casi al llegar a las puertas encuentra un cortejo fúnebre. Era un joven al que llevaban para la última morada: hijo único de una pobre viuda.

No esperando nada más de la vida, con profundo desaliento, seguía la triste mujer el cuerpo de su hijo. A la vista de ese dolor mudo, se compadeció vivamente el Maestro. Se llenó de misericordia por la pobre madre afligida y le dijo: “¡No llores más!” (Lc. 7, 13). Y acercándose a las parihuelas donde yacía el cadáver, devolvió el joven vivo a su madre.

Almas heridas por las pruebas; conciencias turbadas por la duda, o tal vez por el remordimiento; corazones torturados por la traición o por la muerte; vosotros que sufrís, ¿creéis acaso, que Jesús no tiene piedad de vuestros dolores?… Eso sería no comprender su inmenso amor. Él conoce vuestras miserias; Él las ve y su Corazón se compadece de ellas. Hoy, Él lanza por vosotros su grito de compasión; y es a vosotros a quien Él repite, como a la viuda de Naín: “¡No llores, Yo soy la Resignación, Yo soy la Paz, Yo soy la Resurrección y la Vida!”

Esa confianza que naturalmente nos debería inspirar la divina bondad, Nuestro Señor nos la reclama explícitamente. Hace de ella condición esencial de sus beneplácitos. Lo vemos en el Evangelio exigir actos formales de esa confianza, antes de obrar ciertos milagros.

¿Por qué Él, siempre tan tierno, se muestra tan duro en apariencia con la cananea que le pide la curación de la hija? La rechaza varias veces; pero nada la desanima. Ella multiplica sus súplicas; nada disminuye su confianza inconmovible. Eso era justamente lo que pretendía Jesús: “¡Mujer – exclama con alegre admiración – grande es tu fe!” Y añade: “Que tu voluntad sea hecha” (Mt. 15, 28).

La confianza obtiene la realización de nuestros deseos: es el mismo Nuestro Señor quien lo afirma. ¡Extraña aberración de la inteligencia humana!

Creemos en los milagros del Evangelio puesto que somos católicos convencidos; creemos que Cristo no perdió nada de su poder subiendo a los Cielos; creemos en su bondad probada en toda su vida… ¡y, sin embargo no sabemos abandonarnos confiadamente en Él !

¡Qué mal conocemos al Corazón de Jesús! Nos obstinamos en juzgarlo por nuestros débiles corazones: realmente parece que queremos reducir su inmensidad a nuestras mezquinas proporciones. Nos cuesta admitir esa increíble misericordia para con los pecadores, porque somos vengativos y lentos en perdonar. Comparamos su infinita ternura con nuestros pequeños afectos… Nada podemos comprender de ese fuego devorador que hacía de su Corazón una inmensa brasa de amor, de esa santa pasión por los hombres que le dominaba completamente, de esa caridad infinita que le llevó de las humillaciones del Pesebre al sacrificio del Gólgota.

Lamentablemente, no podemos decir con el Apóstol San Juan en la plenitud de nuestra fe: ¡Creemos Señor en vuestro amor! (Jn. 4, 16).

Divino Maestro; de ahora en adelante, queremos abandonarnos enteramente a vuestra amorosa dirección. Os confiamos el cuidado de nuestro futuro material. Ignoramos lo que nos reserva ese futuro sombrío y lleno de amenazas, pero nos abandonamos a las manos de vuestra Providencia.

Confiamos nuestros pesares a vuestro Corazón. Son a veces muy crueles, pero Vos estáis con nosotros para suavizarlos. Confiamos a Vuestra misericordia nuestras miserias morales. La flaqueza humana nos hace temer todos los desfallecimientos. Pero Vos, Señor, nos habéis de amparar y preservar de grandes caídas.

Como el Apóstol preferido que descansó la cabeza sobre vuestro pecho, así descansaremos nosotros sobre vuestro Divino Corazón; y, según la palabra del salmista, ahí dormiremos con deliciosa paz, porque estaremos — ¡oh Jesús!— confirmados por Vos en una confianza inalterable.

Tomado del Libro de la Confianza, Cap. V, pp. 58-63

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