Monseñor João Clá Días.
San José era tan humilde que, viendo acercarse el instante supremo del nacimiento del Niño Dios, se retiró discretamente del compartimento de la gruta donde María Santísima se encontraba, estupefacto ante tanta grandeza. Después de instruir a los jóvenes, que aguardaban ansiosos de novedades sobre el hecho extraordinario que se daría, se prosternó en la parte de afuera.
El propio Niño Dios anunció a su Madre que había llegado la hora. No escuchaba su voz, pero, como sucedía desde su concepción, conversaba místicamente con el Hijo en su seno. Como Nuestra Señora consideraba en su justa medida el papel de su esposo en aquel misterio, aun encontrándose en altísima contemplación, lo llamó para que estuviera junto a Ella.
San José también se puso de rodillas y se dio cuenta de que la luz ya no era suave, como cuando se había retirado, sino que ahora era intensa.
Procedía del interior de María y aumentaba a cada instante, hasta el punto de que él casi no podía ver a su Esposa. Enseguida comprendió, gracias a su ardorosa fe, que no era posible que el Creador del sol y de las estrellas, la Luz que debía venir al mundo, naciera en tinieblas. Desde dentro del claustro materno de la Virgen Purísima, Él lo iluminaba todo como el sol del mediodía. Se entiende así la necesidad de la gruta… era indispensable para contener un poco aquel fulgor y no intimidar toda la faz de la tierra.
A cierta altura los Ángeles dejaron de cantar, ante la expectativa de lo que iba a suceder, y apareció sobre María Santísima el Divino Espíritu Santo en forma de paloma.
Justo en el momento en que Nuestro Señor iba a salir milagrosamente de las entrañas purísimas de su Madre virginal, San José, que hasta entonces había presenciado todo maravillado, prefirió volver un poco el rostro. Manteniendo cierta distancia, por temor reverencial, hizo una profunda reverencia y permaneció inclinado, pues no se sentía digno de con- templar con su mirada humana tan augusto misterio.
El más bello nacimiento de la Historia
Aquella luminosidad de repente aumentó enormemente, manteniendo su intensidad durante varios minutos, durante los cuales el inefable misterio se realizó: «Sin haberla conocido, Ella dio a luz un Hijo» (Mt 1, 25). ¡Milagro de los milagros! Transponiendo el virginal y sagrado cuerpo y las vestiduras de su Madre, Jesús salió del claustro materno como el sol atraviesa un magnífico vitral, sin romper en nada su virginidad, que guardaba con amor divino.(1)
Y, envuelto en una nube de luz, surgió el Niño Dios ante la Virgen María. Ella, elevando un poco los brazos, tomó a su Hijo y lo abrazó. El parto, por lo tanto, no tuvo nada de humano, ni supuso esfuerzo alguno de su parte.(2)
Todos los bebés lloran cuando nacen. El Santo Infante tenía hambre y frío, pero no lloraba. Cuando abrió los ojos, los fijó en su Santísima Madre, a quien dirigió una mirada verdaderamente divina, sonriendo. ¡Que cruce de miradas! Intercambio más bello que éste sólo hubo uno: la última mirada en la Cruz. Dos miradas extremas: la del nacimiento y la de la Muerte.
San Gabriel, que estaba al lado de la Madre de Dios y frente a San José, portaba los pañales con los que la Virgen envolvió al Niño Jesús (cf. Lc 2, 7). Después, su Madre lo alimentó.(3)
¡Qué caricias mutuas! ¡Qué amor profundo! Amor de adoración de Ella por Él, pues María Santísima entendía todos los misterios de la Encarnación mejor de lo que jamás llegaría a entender cualquier otra criatura, incluso los Ángeles. Tenía conciencia de lo que allí pasaba con una profundidad y una amplitud inigualables. Si es grande el afecto de una madre por su hijo, ¿cuánto más no lo será el afecto de la más perfecta de las madres hacia su Hijo Divino?
Un amor de ternura de Él por Ella. Su primer gesto fue el de acariciar con sus dos manitas el rostro de la Virgen, como para decirle: «¡Yo soy tu Creador y tu Hijo!». María Santísima encantada, entró en éxtasis, levitando con el Niño Jesús en sus brazos.
Con respecto a este encuentro, comenta el Dr. Plinio: «Para Nuestra Señora, Él debe haberse mostrado, al mismo tiempo, con todas las majestades, todas las cualidades dignas de veneración, todos los encantos, todas las dulzuras y las afabilidades que tuvo hacia todos los hombres, desde aquel momento hasta la consumación de los siglos. Era su Madre, concebida sin pecado original y que nunca había dejado de corresponder perfectamente a cada una de las gracias únicas que había recibido. Podemos imaginar cómo Él la quería y cómo Ella lo quería. Por supuesto que Ella lo contempló y entendió completamente, como nadie antes y nadie después, y lo adoró. Sumando la adoración de todos los hombres hasta el fin del mundo y de todos los Ángeles no se iguala a la adoración de Nuestra Señora».(4)
Poco a poco fue disminuyendo la intensidad de las luces, y Madre e Hijo volvieron a tocar el suelo.
San José levantó la mirada y pudo ver a la Virgen otra vez. Ella estaba exultante de alegría y sostenía, junto a su pecho, al más bello de los niños, envuelto en blancos pañales.
Tomado de la obra, San José, ¿Quién lo conoce? pp.223-226
1) Es difícil comprender lo que pasó, observa San Agustín: «¿Quién narrará su nacimiento de una Virgen, si su concepción carnal no se realizó mediante la carne, si su natividad en la carne otorgó fecundidad a quien lo crio, sin quitar la integridad virginal a quien lo alumbró?» (SAN AGUSTÍN. Sermón CXCV, n.o 1. In: Obras. Madrid: BAC, 1983, t. XXIV, p. 50). Santo Tomás afirma que, Nuestro Señor Jesucristo, en varios momentos de su vida terrena, asumió las cualidades del cuerpo glorioso, a pesar de haberse encarnado en un cuerpo pasible. Una de esas ocasiones fue en su nacimiento, cuando asumió el don de la sutileza al salir del claustro materno de Nuestra Señora (cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., q.28, a.2, ad 3; q.81, a.3). Bellas son las palabras de San Gregorio de Nisa al comentar este hecho milagroso: «¡Oh, cosa admirable! La Virgen es Madre y permanece Virgen. ¡He aquí un nuevo orden de la naturaleza! En las demás mujeres, la que es virgen no es madre. Y cuando llega a ser madre, deja de ser virgen. Pero, aquí, ambos sustantivos están juntos. La Madre y la Virgen son la misma. Ni la virginidad impide el parto, ni el parto deshace la virginidad» (SAN GREGORIO DE NISA. In diem natalem Christi: PG 46, 1135).2) El mismo San Gregorio de Nisa discurre sobre el gozo de María Santísima al dar a luz: «Gabriel fue enviado a la Virgen, a quien anunció el misterio de la voluntad divina. Para ello, utilizó palabras solemnísimas: Ave, gratia plena, Dominus tecum. Se trata de palabras opuestas a las que escuchó aquella primera mujer, condenada a los padecimientos por su pecado. La Virgen, sin embargo, suplantó el dolor por el gozo. En aquella, el parto viene precedido por el dolor; en ésta, el parto es el prenuncio de la alegría: Ne timeas, le dice el Ángel. A todas las mujeres les atemoriza la inminencia del parto; en ésta, la dulce promesa del parto disipa el dolor» (SAN GREGORIO DE NISA, op. cit., 1139). También Salmerón comenta el júbilo de Nuestra Señora al dar a luz al Niño Jesús, pues, inmaculada como era, no sufrió ninguna de las consecuencias del pecado (cf. SALMERÓN, SJ, Alfonso. Commentarii in Evangelicam Historiam et in Acta Apostolorum. Tractatus XXXIII. Coloniæ: Antonium Hierat & Ioannem Gymnicum, 1602, t. III, p. 286).
3) ¡Con qué afecto alimentaba María Santísima al Niño Jesús! Es lo que comenta el P. Gracián (cf. GRACIÁN DE LA MADRE DE DIOS, OCD, Jerónimo. Josefina. L. I, c. 3. In: Obras. Burgos: El Monte Carmelo, 1933, t. II, p. 388).