¿Cada cuánto debo confesarme? Parte 1

Publicado el 12/06/2022

Los santos inculcaban constantemente en los otros la necesidad de la confesión frecuente y se convertían en sus dispensadores generosos a costa de los mayores sacrificios. San Antonio predicaba a su pueblo: vengan a confesarse aunque yo esté descansando, toquen la puerta y despiértenme para que pueda atenderlos.

Padre Luis Chiavarino

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Discípulo — Y ahora, Padre, tenga la bondad de decirme ¿cada cuánto debo confesarme?

Maestro — Con la máxima frecuencia posible. Los santos fueron los primeros en darnos ejemplo, tanto que puede parecer un exagero la frecuencia con la cual se confesaban.

He aquí algunos de ellos: San Francisco de Asís en su regla de vida escribía: Me confesaré de dos en dos días, máximo cada tres días. San Vicente de Paul se confesaba dos veces a la semana, San Felipe Neri se confesaba día de por medio y quería que sus religiosos hicieran lo mismo. San Vicente Ferrer, San Carlos Borromeo, San Ignacio de Loyola, San Luis Beltrán, San Andrés Avelino y muchos otros se confesaban diariamente.

Discípulo — Padre, pero eso es un exagero; quizá lo hicieran por pasatiempo o por escrúpulos.

Maestro — Nada de eso. Todos ellos eran trabajadores, bien lejos estaban de dejarse dominar por los escrúpulos. Lo hacían para mantenerse en una gran pureza de conciencia y para poder gozar de las innumerables ventajas de este Sacramento.

San Leonardo de Puerto Mauricio

San Leonardo de Puerto Mauricio, el infatigable apóstol italiano, después de haber tenido el bello hábito de confesarse diariamente, al cumplir los 42 años pensó en duplicar la dosis y escribió en su regla particular: “De ahora en adelante me confesaré dos veces al día, para aumentar la gracia que espero que sea mayor con una única confesión, que con cualquier género de buenas obras”.

Discípulo — Padre, creo que aquí podemos aplicar el proverbio: ¡el apetito viene comiendo!

Maestro — ¡Cuando se trata de la confesión frecuente es así mismo! Felices aquellos que sienten esa hambre y esa sed espiritual, mientras que aquellos que se alejen de la confesión morirán de inanición.

Discípulo — Padre, ¿dígame si esos santos usaban ese remedio divino solamente para sí mismos?

Maestro — Al contrario, ellos lo inculcaban constantemente en los otros y se convertían en sus dispensadores generosos a costa de los mayores sacrificios. San Felipe Neri acostumbraba predicar que si él estuviera con un pie en el paraíso y si alguien lo llamara para confesar, habría regresado para oirlo.

San Antonio predicaba a su pueblo: vengan a confesarse aunque yo esté descansando, toquen la puerta y despiértenme para que pueda atenderlos. San Francisco de Sales interrumpió un viaje para confesar a un pobre viejo. ¿Qué diré entonces del Beato Sebastián Valfré, de San José Cafasso, de San Juan Bosco y otros tantos sacerdotes que pasaban noches enteras en el confesionario, incluso en los hospitales y en la prisiones?

Discípulo — Esto prueba que la confesión lo es todo, ¿no es así, Padre?

Maestro¡Tal cual! Es con esto que conseguían sanear ciudades y naciones corrompidas por las malas costumbres. Es por este ministerio que se distinguen los verdaderos artífices del Evangelio.

Discípulo — En cuanto a mí, Padre, cuanto más me confieso quedo peor… tengo siempre más defectos.

Maestro — ¡Eso no es verdad! Son defectos que tú ya tenías y no conocías. La confesión los ilumina para que tú los detestes, los combatas y los corrijas. Decía San Francisco de Sales que cada absolución es un sol que ilumina la cámara oscura de la conciencia.

Discípulo — Si esto es así, todo cristiano debería acercarse a la confesión lo más frecuentemente posible. Sin embargo ¿no habrá una regla para las diversas clases de personas?

MaestroSí la hay y es esta: para vivir una “vida cristiana” basta confesarse las veces que sean necesarias para evitar el pecado mortal, porque con el pecado mortal nuestra alma está muerta y no somos hijos ni apóstoles de Jesús.

Para llevar una vida piadosa, lo mínimo que podemos hacer es confesarnos una vez al mes, digo al menos, porque pudiendo, sería preferible que nos confesáramos más a menudo, no deberíamos conciliar una devoción sincera con la negligencia de un tal medio de santificación. Para almas realmente fervorosas que aspiran a una unión íntima con Dios, es indispensable la confesión semanal, pues la confesión no es solo un remedio, sino que también nos da vigor y necesitamos frecuentarla con cortos intervalos de tiempo, para que su efecto no sufra interrupciones.

Tomado del Libro Confesaos bien, pp. 37-39

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