Docilidad para con el Confesor

Publicado el 04/02/2023

Así como creemos en el médico, creamos también en el Confesor. Solamente el alma que renuncia a la opinión propia y acepta tranquilamente la del confesor, ya sea la corrección o el alivio, podrá sentirse siempre tranquila y segura.

Padre Luis Chiavarino

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Discípulo — Padre, además de todos debemos ser dóciles para con el Confesor.

Maestro — Todo lo que hemos dicho acerca de la confianza, podemos aplicarlo a lo lo que decimos sobre la docilidad; en otras palabras, debemos creer en el Confesor, tener confianza en él, dejar que nos juzgue, poner en práctica sus órdenes, prohibiciones y consejos.

Discípulo¿Padre, alguma vez sucede que el Confesor diga: “basta, ya te entendí“. Qué debemos hacer en este caso?

MaestroDebemos callarnos en ese mismo instante y pasar a hablar de otra cosa.

Discípulo — ¡¿Pero si tenemos la impresión de no haber dicho todo?!

Maestro — Cuando el Confesor habla así, es señal que desde las primeras palabras tuvo la intuición del estado de alma y puede conocer lo que aún no le dijimos o no le supimos explicar.

Discípulo — Por lo tanto, ¿no actúan bien los que cuando el Confesor los interrumpe, ya sea para pedir una explicación o hacer una pregunta, en lugar de prestar atención en lo que él les dice, piensan aún en las faltas todavía no confesadas para no olvidarlas?

MaestroNo, no actúan biem. Debemos prestarle toda la atención al Confesor, aunque sea para olvidar las culpas que aún no fueron dichas, éstas podrán ser dichas más tarde, cuando el Confesor nos invite a hacerlo.

Discípulo ¿Y si las olvidamos?

MaestroSi eso sucede, paciencia. Las confesaremos en las confesiones siguientes

Discípulo¿Y entonces esa confesión podemos considerarla como bien hecha?

Maestro, porque cuando sin intención de nuestra parte, omitimos una o más faltas, aunque sean graves, la confesión vale igualmente y podemos ir a comulgar, hasta diariamente; solamente quedamos obligados a confesar las culpas olvidadas la próxima vez que vayamos a confesarnos.

Discípulo — ¿Padre, todos, incluso los más instruídos, le deben tributar al confesor atención y obediencia?

Maestro — Sí, todos deben hacerlo, porque deben recordar que quien habla en ese momento es Jesús, oculto en la persona del Confesor.

Discípulo¿Padre, qué puede decirme de los que pretenden escuchar largos sermones y muchas palabras bonitas cada vez que se confiesan?

Maestro — Tal pretensión es una vanidad. El confesionario no es un púlpito ni una cátedra escolástica. Pero si el Confesor cree necesario dar unos consejos o unas explicaciones, debemos prestarle toda la atención. Y que no les pase lo mismo que a un niño que mientras el confesor hablaba, iba contando los huequitos de la rejilla del confesionario, y en cierto momento exclamó:

Ciento dos, Padre!” —

O entonces lo que pasó con una ancianita que se durmió en el confesionario y obligó al confesor a salir para despertarla.

Discípulo — ¿Padre, digame una cosa: es necesario creerle al Confesor?

Maestro — Ciertamente. Como el Confesor por su oficio tiene la obligación estricta de creer en el penitente, y solo en el penitente, cuando se trata de lo que éste le está confiando en este Sacramento, de la misma manera el penitente está obligado a creer en el confesor, y sin embargo, muchas veces se da lo contrario.

No son pocos los que en el momento confían plenamente su corazón al Confesor para recibir el remedio y el alivio, no piensan después en recoger el fruto de esa confianza.

Muchas veces el Confesor dice a un penitente:

La causa de tu mal es tal cosa o tal persona, tal ocupación o tal lugar, etc.

Y el penitente: — ¡Oh, no! Aquella cosa, aquella ocupación, aquella persona es necesaria para mí… No puedo estar sin ella.

A otro penitente le dice: — Toma cuidado con tal lectura o tal pasatiempo o con aquella relación peligrosa…

Y el penitente: — Eso jamás, Padre; yo sé lo que hago… tengo juicio…

A un tercero le dice: Aquella aversión o aquel crimen, aquellos celos o aquella envidia te perjudica.

Y el penitente:Padre, pero son los otros los que me odian y los que me envidian…

Y es de esta manera que se van rechazando las correcciones, como si el hecho de no querer ser un enfermo, bastase para estar sano.

Discípulo¿Padre, no es verdad que así no se procedría con el médico del cuerpo?

Maestro — Al contrario, creemos en él ciegamente, renunciando prontamente a nuestra opinión en la elección de la cura y de los remedios, siguiendo al pie de la letra lo que él médico nos receta.

Discípulo — ¿Y por qué con el médico espiritual no tenemos la misma docilidad?

Maestro — No lo sé. Es un misterio. Con otros penitentes se da lo contrario. El Confesor les dice, por ejemplo: no piensen más en la vida pasada, no se confiesen más de tales pecados o entonces no hagan caso de esos temores, de esas dudas, no se preocupen con tales tentaciones.

Con palabras así de claras, con afirmaciones tan precisas, deberían quedar plenamente seguros y tranquilos ¡Pero no! Y repiten: Ciertamente no me expliqué bien… El Confesor seguramente no me entendió… Tal vez no sienta el debido pesar… y esas pobre almas no se dan cuenta que si continúan viviendo así, vivirán siempre inquietas. Una señora común y corriente va al médico para exponerle una fila interminable de enfermedades. El doctor después de escucharla pacientemente, acaba por recetarle unos polvitos que deben ser tomados en unos horarios específicos. La buena señora no parece estar muy satisfecha, sin embargo, va a la farmacia, compra las medicinas y vuelve a casa.

Pero si al llegar, en lugar de tomarse el remedio, dice consigo misma: ¿Y si el médico no me entendió bien? ¿Y si no le expliqué claramente lo que estoy sintiendo?… ¿Y si de repente la receta médica no es la exacta para mí?…

Yo tuve la impresión que el farmaceuta estaba vacilante… ¿Y si acaso el médico se equivocó en la dosis? ¡Pobre de mí!..

Ahí estaría todo acabado…

¿Tomarme yo ese polvito? ¡Nunca

A la mañana siguiente, la señora va a otro médico y vuelve a contarle la historia de sus males, en esta ocasión con mayor cuidado y precisión. El médico la escucha con atención y después le receta un jarabe que debe tomarlo a cucharadas. Ella agradece al médico, paga y sale apresuradamente a la farmacia a comprar el remedio y vuelve a casa.

Pero, antes de tomarse el remedio, vuelve a pensar y dice:¿Cómo es que el otro médico me recetó un polvo y éste aquí un líquido? Por ahí se ve que no están de acuerdo y que no conocen suficientemente mi enfermedad y probablemente me recetan al azar… ¿Y acaso yo tengo que ser la infeliz víctima de la ignorancia de ellos?

¡No, eso no! Y guarda el remedio, resuelta a no tomarlo porque está convencida que le causará la muerte.

Sin embargo, va a consultar a un tercer médico y le repite la misma retahíla de los días anteriores, siempre con mayor exactitud y abundancia de detalles precisos. Este médico también la oye con mucho interés y después le receta unas píldoras para tomar en la mañana y en la noche

La enferma, convencida de que al final encontró a quien es realmente capaz de curarla, corre a la farmacia y compra las píldoras. Pero, llegando a casa, el caso fue aún peor que las otras veces.

¿Por qué tengo que tomar píldoras y no el polvo? ¿Y por qué no el líquido? Los médicos no saben nada. Ser{a que tengo que morirme para encontrar quién me comprenda? ¡Pobre de mí!

Y ella se aflige y llora de una manera tan desesperada que causa lástima y ni siquiera sus criados, ni sus vecinos, ni sus amigos ni todos los que la conocen consiguen consolarla ni persuadirla. Ella no escucha a nadie, ya que según ella, nadie la comprende y tiene que morir

Pobre: sus males son más imaginarios que reales

Discípulo¡Pobrecilla! Darían ganas de llorar si no fuese tan cómico.

Maestro — Pues bien, igualmente infelices son los penitentes que no se quieren adaptar: no quieren ser dóciles para con el confesor, ni creer en él ciegamente en lo que concierne a nuestra alma

Discípulo¿Padre, no es verdad que cuando el confesor se responsabiliza por las cosas de nuestra conciencia, es señal de que conoce nuestro interior y sabe mejor que nosotros ponderar nuestras propias miserias, tal como un médico que después de cuidadosas visitas, conoce nuestros males mejor que nosotros mismos?

Maestro¡Es justamente así! ¿Acaso puede alguien pensar que el confesor quiera ir al infierno por sacar de allá a los otros?

Discípulo¡Por supuesto que no!

Maestro — Pues entonces, así como creemos en el médico, creamos también en el Confesor. Solamente el alma que renuncia a la opinión propia y acepta tranquilamente la del confesor, ya sea la corrección o el alivio, podrá sentirse siempre tranquila y segura.

Tomado del libro, Confesaos bien; pp 58-60

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